lunes, 27 de abril de 2009

El otoño se hacía presente en cada paso de Joseph, rebanando el silencio en pequeños ecos y haciéndolos deambular por la calle. La luz del único foco prendido titiló unos segundos antes de apagarse. Todo oscureció. Miró en vano al cielo, buscando la Luna o alguna estrella y sintió estar en su propio ataúd, esperando a que el aire se acabara.

De pronto un foco se prendió en las canchas de Polo, reflejando una silueta sobre el césped recién cortado; era una mujer, y cada curva, cada línea había sido dibujada con tal perfección que ni el inminente rocío podría corromper la nitidez de su sombra. Joseph volvió a sentir el aire y supo entonces lo que debía hacer, saltó la reja del club y comenzó a correr hacia la luz. Encandilado, sólo podía sentir el aire frío que acuchillaba sus mejillas; miró hacia el costado y vio las graderías que observaban expectantes, cómplices de la invasión.

Al llegar al foco ya no había nadie ahí. Encontró el interruptor y lo apagó, esperó a que sus ojos se recuperaran y entonces pudo darse cuenta de que la noche ya no era tan oscura como antes, una Luna incipiente se asomaba entre los árboles y un filtro plateado iluminaba el pasillo que daba a la entrada del Club, y ahí, al final, estaba aquella mujer.

Caminó por el pasillo y cada pisada era como un cañonazo en una iglesia, apuró el ritmo, ahora los vitrales se rompían y caían escombros del techo. Cuando comenzó a correr la iglesia ya estaba derrumbada. Dos policías lo tenían agarrado, uno de cada lado. - Él es el ladrón oficial, él saltó la reja- dijo una anciana que salía de entre las sombras; era pequeña, un tanto jorobada y le faltaban tres dientes -Dios lo perdone- rezó.

lunes, 6 de abril de 2009

Lunes.

De pronto el agua de la laguna dejó de ser un espejo, las siluetas de los árboles se rompieron dando paso a una pequeña mano que salía del agua. Su piel, lustrosa, pálida, parecía herirse con el rocío de aquella mañana, que entraba pulcramente por sus poros, haciéndolos sangrar mientras el pequeño cuerpo salía del agua. La sangre dio rubor a su piel, vida. Un lunes amanecía, y un bebé gateaba por los Bosques de Palermo.

Al llegar al borde del camino sus encías le dolían, había algo duro en su boca que chocaba con su lengua y la lastimaba. Sin saber cómo se levantó, puso un pie en frente y luego el otro. Caminó. Primero fue torpe y lento, luego rápido y frenético. Corrió hasta la pileta y mojó sus labios cuando un niño pasaba corriendo a su lado, lo siguió con la mirada y a unos metros pudo ver a Barney; estaba repartiendo globos, corrió por el suyo pero cuando lo recibió ya no le gustaba, le parecía infantil. Le pegó una patada al dinosaurio y se dio cuenta de que un poco de pelo había salido en su pierna. Luego dos puñetazos, tres patadas y un globo subía hacia el cielo.

Las flores se abrían y colores comenzaron a invadir el parque. Gente corría por las vías, patines raspaban el asfalto, niños pequeños rompían sus dientes con paletas y una chica hermosa paseaba cerca de los botes. Sintió algo en su estómago, no, en su entrepierna. Le quitó un globo a un chico y la siguió hasta detrás de un árbol. Ella lo miró y él le entregó el globo, cerró sus ojos y la besó hasta que una explosión los detuvo; el globo había reventado. - me pica tu barba- le dijo la chica y se fue. Él la siguió pero no pudo encontrarla, un nudo rompía su garganta, quería vomitar. Corrió por todo el parque buscándola, gritando un nombre que no sabía; algunos pensaba que hacía ejercicio, otros que había perdido una apuesta.

A medida que corría se iba cansando, hasta que ya no pudo más, los últimos pasos antes de llegar a la banca que daba al lago costaron tanto como los primeros. Sus huesos le dolían, su garganta estaba seca y ya no recordaba la cara de aquella chica. Miró el cielo y vio como un globo amarillo se alejaba, perdiéndose entre las nubes rojizas. Un lunes atardecía, y un viejo abatido contemplaba el cielo de los Bosques de Palermo.

jueves, 2 de abril de 2009

Radio

La habitación aparentaba silencio, mientras un anciano reposaba en su mecedora, vestía una camisa abierta bajo una chaqueta de gamuza, unos pantalones de tela y estaba descalzo; a su lado había una repisa con una pecera, algunos libros viejos, monedas, vasos y una radio. No había nada más en la habitación. El ventanal, abierto de par en par, dejaba entrar la luz del mediodía acompañada de una brisa lenta. El anciano rascó su cabeza y piojos escaparon de sus dedos, a través de una escasa cabellera blanca.

Prendió la radio.

Una vos rasposa comenzó un relato, un mono de circo había robado una bolsa de maníes a un elefante y este le lanzaba trompadas. Odiaba las radionovelas. Cambió la frecuencia.
Ahora los tambores y las trompetas saturaban el canal con una melodía húngara; melodía que
sintetizó: Ruido.

Apagó la radio.

Tomó un libro de la repisa, era pequeño, de color verde, lo hojeó y nuevamente sintetizó: Palabras.
Luego tomó uno grande y azul, en la tapa decía: La Gran Ballena Azul y su entorno marino; título que le recordó cambiar el agua a sus peces. Tomó un sorbo de cerveza caliente que había en un vaso de plástico, derramó un poco sobre la ballena azul y salió por el ventanal.

Afuera el sol cegó sus ojos, alcanzó a ver un árbol vertiginoso mientras caía, había resbalado por un charco de agua que había en la terraza. En el suelo, mientras una nube comienza a tapar el sol, vio su mano ensangrentada luego de haber tocado su nuca.

Maldijo la radio.